OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
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EL ARTISTA Y LA EPOCA |
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PANAIT ISTRATI1
I Durante la temporada de invierno de 1923-24, en la Costa Azul, Panait Istrati ejercía en Niza el oficio de fotógrafo ambulante. Los pingües burgueses y las adobadas poules2 que lo miraron entonces, desde el mórbido interior de sus limousines,3 en la Promenade des Anglais,4 no sospechaban que en este rumano vagabundo y anónimo maduraba a la sazón un escritor famoso. No les hagamos ningún reproche por esto. Es difícil, sobre todo para un burgués o para una poule de Niza, presentir en un fotógrafo de un paseo público a un hombre en trance de seducir, y poseer a la fama. Meses después aparecía en la colección de prosadores contemporáneos, de F. Rieder y Cía: Editores, el primer libro de Panait Istrati: Kyra Kiralina. Y este primer volumen de Les recits d'Adrián Zograffi,5 bastaba en poco tiempo para revelar, a París primero, a Europa después, un gran artista. Y no se trataba esta vez de un arte venéreo o, para estar más a la moda, homosexual. No se trataba esta vez de un arte incubado en el mundo penumbroso y ambiguo de Proust. Se trataba de un arte fuerte, nutrido de pasión, henchido de infinito, venido de Oriente, que hundía sus recias y ávidas raíces en otros estratos humanos. La figura del autor tenía, además, para unos un gran interés humano, para otros sólo un gran interés novelesco. Panait Istrati había estado a punto de morir sin publicar jamás una línea. Su vida, su destino, no le habían dado nunca tiempo para averiguar si en él se agitaba inexpresado, latente, un literato. Panait Istrati se había contentado siempre con saber y sentir que en él se agitaba, ansioso de liberación, sediento de verdad, un hombre. Un día, hundido por la miseria, atormentado por su inquietud había intentado degollarse. Con el cuerpo del suicida agonizante la policía encontró una carta a Romain Rolland. Esta carta estaba destinada a descubrir, y a salvar en el vagabundo rumano, a un artista altísimo. Desesperado esfuerzo del deseo y del afán de creación que latía en el fondo del alma tormentosa del suicida, una vez cumplido no podía perderse. Tenía que hacer surgir en este hombre una nueva y vehemente voluntad de vivir. Panait Istrati quiso suicidarse. Pero el suicidio despertó en él fuerzas hasta entonces sofocadas. El suicidio fue su renacimiento. «Yo he sido pescado con caña en el océano social por el pescador de hombres de Villeneuve»,6 escribe Panait Istrati, con un poco de humorismo trágico en el prefacio de Kyra Kyralina. Romain Rolland nos cuenta así la novela de Istrati: «En los primeros días de enero de 1921 me fue trasmitida una carta del Hospital de Niza. Había sido encontrada sobre el cuerpo de un desesperado que acababa de cortarse la garganta. Se tenía poca esperanza de que sobreviviese a su herida. Yo la leí y fui impresionado por el tumulto del genio. Un viento ardiente sobre la llanura. Era la confesión de un nuevo Gorki de los países balcánicos. Se acertó a salvarlo. Yo quise conocerlo. Una correspondencia se anudó. Nos hicimos amigos». «Se llama Istrati. Nació en Braila, en 1884, de un contrabandista griego a quien no conoció nunca, y de una campesina rumana, una admirable mujer que le consagró su vida. Malgrado su afecto por ella, la dejó a los doce años, empujado por un demonio de vagabundaje o más bien por la necesidad devorante de conocer y de amar. Veinte años de vida errante, de extraordinarias aventuras, de trabajos extenuantes, de andanzas y de penas, quemado por el sol, calado por la lluvia, sin albergue, acosado por los guardias de noche, hambriento, enfermo, poseído de pasiones, presa de la miseria. Hace todos los oficios: mozo de bar, pastelero, cerrajero, mecánico, jornalero, cargador, pintor de carteles, periodista, fotógrafo. Se mezcla durante un tiempo a los movimientos revolucionarios. Recorre el Egipto, la Siria, Jaffa, Beyruth, Damasco y el Líbano, el Oriente, Grecia, Italia, frecuentemente sin un centavo, escondiéndose una vez en un barco, donde se le descubre en el camino y de donde se le arroja a la costa en la primera escala. Vive despojado de todo, pero almacena un mundo de recuerdos y engaña muchas veces su alma leyendo vorazmente, sobre todo a los maestros rusos y a los escritores de Occidente...» * * * En esta vida de aventuras y de dolor, Panait Istrati ha acumulado los materiales de su literatura. Su literatura que no tiene la fatiga ni la laxitud, ni la elegancia de la literatura de moda. Su literatura que contrasta con la estilizada y exquisita neurastenia de la literatura de las urbes de Occidente. Panait Istrati no puede ser catalogado dentro de las escuelas modernas. Su arte es verdaderamente suprarrealista. Pero su suprarrealismo es de una calidad y de un espíritu diferente a los de la escuela que acapara en nuestra época la representación de esta tendencia. El suprarrealismo de Istrati, como el de Grosz, está impregnado de caridad humana. Romain Rolland dice que Istrati es un cuentista de Oriente, un cuentista nato. Esta observación define penetrantemente unos de los lados del arte de Istrati. Los dos libros que Istrati ha publicado hasta ahora —Kyra Kyralina y Oncle Anghel— pertenecen a una serie, Les recits d'Adrien Zograffi. Lo mismo que el tercero —Les Haiducs— que la revista Europe, de París, nos ha hecho pregustar en un magnífico fragmento. En estos libros se eslabonan, maravillosamente, orientalmente, las narraciones. El autor narra. El personaje narra. Una narración contiene y engendra otra. A los personajes de Istrati no se les ve vivir su vida; se les oye contarla. Y así están más presentes. Así son más vivientes. Pero esto no es sino el procedimiento. La obra de Istrati tiene méritos más esenciales y sustantivos. Los tres cuentos de Kyra Kyralina componen una admirable, una vigorosa, una potente novela. Yo no conozco en la literatura novísima una obra tan noble, tan humana, tan fuerte como la de Istrati. Este hombre nos acerca a veces al misterio. Pero es entonces cuando nos acerca también a la realidad. No hay sombras, no hay fantasmas, no hay duendes, no hay silencios ni mutis teatrales en sus novelas. Hay un soplo de fatalidad y de tragedia que nace de la vida misma. El hombre, en estas novelas, cumple su destino. Pero su destino no tiene una trayectoria inexorable ordenada por los dioses. El hombre es responsable en parte de su vida. El tío Anghel sabe que expía su pecado. Sin embargo, más culpable, más poderosa es siempre la injusticia humana. Stavro, otro agonista del mundo de Istrati, luchó por salvarse. No encontró quien lo ayudara. Todos los hombres, todas las costumbres, todas las leyes, parecían complotarse sorda e implacablemente para perderlo. Istrati se rebela contra la justicia de los hombres. Y se rebela también contra la justicia de Dios. Su prosa tiene a veces acentos bíblicos. Uno de sus críticos ha dicho que Istrati ha escrito de nuevo el libro de Job. El tío Anghel, en verdad, sufre estoicamente como el santo varón de la Biblia. Pero al contrario de Job, el tío Anghel es un rebelde. Y se pudre y se muere estoicamente, sin que Dios le devuelva, en la tierra, ni su ventura, ni su mujer, ni sus hijos, ni su hacienda. II En el tercer libro de la serie Los relatos de Adrián Zograffi. Panait Istrati nos presenta a los bizarros personajes de estos relatos: los haiducs. Los haiducs que reencontramos en este libro, nos son conocidos. Los hemos encontrado ya en la banda de Cosma, en El tío Anghel. Pero no sabíamos nada de su vida. Esta vez, ellos mismos nos cuentan su historia, que explica cómo y por qué, se volvieron haiducs. ¿Qué es un haiduc? Panait Istrati no lo define; lo presenta. Lo hace vivir en sus relatos apasionados y apasionantes. El haiduc es un personaje un poco romántico y un mucho primitivo de la floresta y los caminos de Rumania. Es un hombre que vive fuera de la ley, a salto de mata, perseguido por los gendarmes. Mitad bandido, mitad contrabandista, el haiduc no es específicamente ni contrabandista ni bandido. El contrabando constituye una actividad natural de un hombre libre, rebelde al Estado y a sus leyes. Y la mano del haiduc no castiga sino a los crueles señores de la tierra y a sus esbirros. Buscándole afinidades y parecidos, se halla en el haiduc algo del primitivo montonero, antes de que el caudillaje lo enrolara bajo sus banderas. También la historia de Luis Pardo empieza, más o menos, como la de un haiduc rumano. El haiduc no obedece a la ley de los poderosos, pero sí a la dura ley de los haiducs, inexorable contra el traidor y el cobarde. El ferrocarril, el telégrafo, el automóvil y el camino, son los enemigos del haiduc, cuyas trayectorias no quieren tangencias con las líneas de la civilización. Porque el haiduc no es concebible sino dentro de un cuadro medioeval, como el que subsiste en parte de los Balcanes. En este libro de Panait Istrati no hay una no- vela, sino varias novelas. Floarea Codridor, la mujer que Cosma amó y que a Cosma dio un hijo, mas no su amor ni su alma; Elías el Prudente, hermano de Cosma y, al revés de éste. capaz sólo de consejo y reflexión, pero no de mando; Spilca el Monje, el haiduc místico que dejó el monasterio para mejor servir la ley de Dios y escapar a la de los hombres; Movilca el Vataf, que en su larga carrera de haiduc no ha abatido sino a pequeños malvados, porque los grandes están demasiado altos; y Jeremías el hijo de Cosma, de Floarea y de la floresta, haiduc nato que a los quince años disparó el tiro de fusil que lo armó caballero; todos los hombres del estado mayor de Cosma, nos ponen delante del relato desnudo de su vidas. Floarea Codridor ha reemplazado a Cosma en el comando de la banda, desde que, roto ya el resorte de su voluntad, vale decir el de su vida, la bala de un gendarme mató al intrépido y tempestuoso haiduc. Y antes de asumir el mando del manípulo ha querido que cada uno contase su historia. «Vosotros queréis echar sobre mis hombros de mujer el peso de la responsabilidad y sobre mi cabeza el precio de la pérdida. Yo acepto uno y otro. Para esto debemos conocernos. Vosotros me diréis quiénes sois y yo os diré, la primera, quien soy». Y cada uno de los haiducs ha hablado. Floarea Codridor la primera. El arte de narrador maravilloso, de cuentista oriental y mágico, que reveló Panait Istrati desde sus primeros libros, se afirma en Los Haiducs. «Las figuras de los haiducs, sobre todo las de Floarea Codridor, de Elías el Prudente y de Spilca el Monje, están trazadas con vigor suprarrealista sobre el fondo agreste de la montaña rumana y de sus rudas aldeas».7 Pero lo más vital, lo más sustantivo de la obra de Panait Istrati, no viene de ese fresco y espontáneo don de la fábula, que le reconocen fácil y unánimemente los críticos de los diversos sectores de la literatura. Está en el espíritu mismo de la obra. No es una cuestión de habilidad literaria. En el fondo de su fábula se agita un exaltado sentimiento de libertad, un desesperado anhelo de justicia. Panait Istrati, como Barbusse lo proclama, es ante todo un revolucionario. Por eso sus libros tienen un auténtico acento de salud. Llevan el signo inconfundible de la fuerza de su creador, a quien antes que nada preocupa la verdad. En sus libros hay la menor dosis posible de literatura. Y esto no impide clasificarlos entre las más altas creaciones artísticas de su tiempo. Por el contrario, los coloca por encima de toda la manufactura decadente que, con un débil esmalte de novedad, pretende pasar por arte nuevo. III Monde, la nueva revista internacional de Henil Barbusse, (Clarté, emancipada hace algunos años de Barbusse, se ha transformado recientemente en La Lutte de Clases), publica en sus primeros números algunos relatos de viajes de Panait Istrati. Las últimas estaciones de la vida del genial autor de Los relata de Adrián Zograffi (Kyra Kyralina, Tío Anghel, Los Haiducs) nos son contadas así por él mismo, con su encantado y oriental don de narrador. La exaltación, la intensidad, la pasión de Panait Istrati vagabundo nos eran maravillosamente comunicadas por sus novelas. Pero nos escapaba el Istrati artista, el Istrati renacido. Su biografía, divulgada en todas las lenguas, concluía con el episodio de su frustrado suicidio y de su revelación como artista en una carta a Romain Rolland. Espíritu agónico, al buscar la muerte, Panait Istrati halló la vida: la vida inmortal del creador, del artista. Pero, ¿el literato habría extinguido al vagabundo? He aquí una pregunta ansiosa de todos los que desde su primer libro lo conocimos y amamos. ¿Qué habían hecho París y la gloria, del errante amigo de Mikhail? Sabíamos que Panait Istrati, hombre antes que literato, había ido a Rumania a combatir la dura batalla de su pueblo. Lo oíamos responder siempre ¡presente! al llamado de la revolución. Más nos faltaba su confidencia. Necesitábamos que nos contase con su voz amical, fraterna, su experiencia íntima de escritor célebre. Hace varios meses, lo escuchamos en un reportaje de Frederic Lefévre. Con Istrati, Lefévre no podía emplear la técnica habitual de sus entrevistas: Une heure avec...8 A Panait Istrati no es posible acercarse como reportero sino como amigo. No una sino muchas horas duró el diálogo de Istrati y Lefévre; gozoso itinerario de imágenes y aventuras, que después de conducirnos a Braila donde del amor de un griego y una rumana nació Istrati, hace cuarenta años, nos devuelve a su intimidad de ahora. Por esta confesión, sabemos que el novelista no vive menos insatisfecho y atormentado que el vagabundo. El placer y el dolor de la creación no colman su alma. ¡Qué miserable cosa le parece haberse convertido en un literato, nada más que un literato! Sobre sus hombros sensibles y porfiados, pesa una responsabilidad nueva. «No veo en mi caso —dice a Lefévre— sino una aventura, edificada sobre un accidente auténtico y sangriento sobrevenido en mi vida. En tanto que los hombres deberán esperar accidentes semejantes para poder expresarse, no tendré mi ejemplo por un éxito. Soy pobre y espero morir pobre, porque marcho en mi vida de- hoy acompañado de la inmensa familia de los vagabundos encontrados en mis rutas. Estoy en la mitad de mi obra, tal como la he concebido durante mis largos años de vagabundo. Cuando haya doblado el cabo de esta jornada, dejaré la pluma, tornaré a los caminos de ayer y reviviré, con mis compañeros recuperados, horas obscuras y alegres, exentas tal vez de las pesadas responsabilidades que me oprimen. Así, habré dado mi más bello ejemplo: liberarse de lo que se lleva en sí de mejor, sin hacer de esta liberación un hábito ni un oficio». Ahora, en estos artículos de Monde, Panait Istrati reanuda su relato. Instalado en París, su instinto nómade no lograba conformarse con una existencia sedentaria. La partida de Rakovsky ex-Embajador de los Soviets en París, encendió súbita e irresistiblemente sus nostalgias de viajero. Rakovsky e Istrati son viejos camaradas de la lucha revolucionaria rumana. Se conocieron hace muchos años, cuando Rakovsky, mitad rumano, mitad búlgaro, (según él mismo, dos países se han disputado el honor de no ser su patria) era sólo un agitador oscuro y Panait Istrati secretario de un Sindicato de albañiles. Se reencontraron últimamente en París, Rakovsky embajador, Istrati novelista famoso, traducido a dieciséis lenguas, consagrado por la más alta crítica mundial. El ex-Embajador invitó a su amigo a un viaje a Rusia. Ambos partían unas horas después. Istrati nos cuenta un episodio de este viaje, quizá el de más interés autobiográfico: su vista a Grecia, el país de su padre. Grecia, según parece, en esta oportunidad no ha tenido tiempo de ser descortés con Istrati, quien a su turno no ha tenido tiempo de entrar en la batalla contra el gobierno como en Rumania. El poeta de la amistad —la amistad es el motivo central de la obra de Istrati— ha hallado en Grecia amigos que ingresan definitivamente en su existencia. Ninguna victoria literaria, ningún éxito editorial, de los últimos tiempos, mejor ganados que éstos de Panait Istrati. Desde su primer libro, que en el orden editorial es Kyra Kyralina, y en el orden biográfico Tío Anghel, se reconoció en Istrati dotes de inmortalidad. Su obra era el mensaje de un hombre de acendrada, generosa, ingente humanidad. Tengo la sospecha de que esta obra ha dejado ya su huella en la literatura hispano-americana. Me parece encontrar su resonancia en el magnífico Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes. Esta novela es, como las de Istrati, un canto a la amistad. Y Don Segundo tiene el instinto andariego, la alegría aventurera de los personajes de Istrati. Como éstos, posee el don del relato. Su filosofía se alimenta de los mismos sentimientos. Si no me equivocase —es una asonancia espiritual más que una analogía artística la que he percibido entre las dos obras— no sufriría ninguna disminución el mérito de Don Segundo Sombra. Porque la vecindad a Istrati no puede ser sino un caso de grandeza. IV Es notoria mi admiración por el autor de Kyra Kyralina y Oncle Anghel. Hace años, meses después de la publicación en francés de estos dos libros, saludé jubilosamente la aparición de Panait Istrati, como la de un novelista extraordinario. Me interesaba en Panait Istrati, tanto como el artista, el hombre, aunque era la sugestión del artista —la potencia genial de algunas páginas de Oncle Anghel sobre todo— la que me revelaba, mejor que ninguna anécdota, el alma apasionada y profunda del hombre. Este artículo tuvo cierta fortuna. Panait Istrati, súbitamente descubierto por Romain Rolland y Europe, no era aún conocido en Hispano América. Reproducida mi crónica en varios periódicos hispano-americanos, supe que era la primera que se escribía en estos países sobre Panait Istrati, a quien no he cesado después de testimoniar una simpatía y una atención que, sin duda, no han pasado inadvertidas a mis lectores. Los volúmenes de la serie de Relatos de Adrián Zograffi que siguieron a Kyra Kyralina y Tío Anghel, confirmaban plenamente las dotes de narrador, "de cuentista oriental", de Panait Istrati. Recuerdo este antecedente como garantía de la rigurosa equidad de mi juicio, sobre los tres volúmenes que Panait Istrati acaba de publicar en París sobre la Rusia de los Soviets. (Vers l'autre Flamme: Soviets 1929, Apres seize mois dans la U.R.S.S.9 y La Rusie Nue,10 Editions Rieder, 1929). La Nouvelle Revue Française adelantó a sus lectores, en su número de octubre, un capítulo del segundo de estos volúmenes, el que mejor define el espíritu de la inesperada requisitoria de Panait Istrati contra el régimen soviético. En este capítulo, Istrati expone el caso del obrero Rousakov, a quien el conflicto con los vecinos malquerientes ha costado la expulsión del Sindicato, la pérdida de su trabajo, un proceso festinatorio y una condena injusta, y cuya revocación no han obtenido los esfuerzos de Panait Istrati. Rousakov, adverso a la actual política soviética; es suegro de un miembro activo y visible de la oposición trotskysta, el escritor Víctor Serge, bien conocido en Francia por su obré de divulgación y crítica de la nueva literatura rusa, en las páginas de Clarté y otras revistas: La hostilidad de sus vecinos se ha aprovechado de esta circunstancia para prevenir contra él a todos los organismos llamados a juzgar su caso. Una resolución del Comité del edificio contra el padre político de Víctor Serge, acusado de haber agredido con Su familia a una antigua militante y funcionaria del Partido, en ocasión de una visita al departamento de los Rousakov, ha sido la base de todo un proceso judicial y político. La relativa holgura del albergue de los Rousakov, que disponían de un departamento de varias piezas en esta época de crisis de alojamientos, hacía que se les mirase con envidia por un vecindario que no les perdonaba, además, su oposición al régimen y que, en todo caso, contaba con explotarla ante la burocracia soviética, para arrebatarles las habitaciones codiciadas. Panait Istrati, amigo fraternal de Víctor Serge, ha sentido en su propia carne la persecución desencadenada contra Rousakov por la declaración hostil de sus convecinos. La burocracia en la U.R.S.S., como en todo, no se distingue por su sensibilidad ni por su vigilancia. Unas de las campañas del Partido Comunista, léase del Estado Soviético, es la lucha contra la burocracia. Y el caso de Rousakov, como el propio Panait Istrati lo anota, un caso de automatismo burocrático. Rousakov ha sido víctima de una injusticia. Panait Istrati, que entiende y practica la amistad con el ardor que sus novelas traducen, fracasado en el intento de que se reparase ampliamente esta injusticia, rehabilitando de modo completo a Rousakov, ha experimentado la más violenta decepción respecto al orden soviético. Y, por este caso, enjuicia todo el sistema comunista. Su reacción no es incomprensible para quien pondere sagazmente los datos de su temperamento y de su formación intelectual y sentimental. Panait Istrati tiene una mentalidad y una psicología de révolte,11 de rebelde, no de revolucionario, en un sentido ideológico y político del término. Su existencia ha sido la de un vagabundo, la de un bohemio, y esto ha dejado huellas inevitables en su espíritu. Sus simpatías por el haiduc se nutren de sus sentimientos de hors la loi.12 Estos sentimientos, que pueden producir una obra artística, son esencialmente negativos cuando se trata de pasar a una obra política. El verdadero revolucionario es, aunque a algunos les parezca paradójico, un hombre de orden. Lenin lo era en grado eminente. No despreciaba nada tanto como el sentimentalismo humanitario y subversivo. Panait Istrati podía haber amado duramente el orden soviético, pero fuera de él, bajo la presión incesante del orden capitalista, contra el que ha sido y sigue siendo un insurgente. Lo demuestra claramente el segundo volumen de Vers l'autre flamme. Istrati confiesa en él que su entusiasmo por la obra soviética se mantuvo intacto hasta algún tiempo después de su regreso a Rusia, a continuación de una accidentada visita a Grecia, de donde salió expulsado como agitador. Toda su reacción antisoviética corresponde a los últimos meses de su segunda estada en la U. R. S. S. Si Panait Istrati hubiese escrito sus impresiones sobre Rusia, sin más documentación y experiencia que las de su primera estada, su libro habría sido una fervorosa defensa de la obra de los Soviets. El mismo habría sido el caácter de su obra, si su segunda estada no se hubiese prolongado hasta hacer inevitable el choque de su temperamento impaciente y apasionado de révolte, con los lados más prosaicos e inferiores de la edificación del socialismo. Panait Istrati ha escrito estos libros en unión de un colaborador anónimo, cuyo nombre no revela por ahora, a causa de que carece de la autoridad del de Istrati para obtener la atención del público. No es posible decidir hasta qué punto esta colaboración, que tal vez Istrati superestima por sentimientos de amistad, afecta la unidad, la organicidad de esta requisitoria. Lo evidente es que el reportaje contenido en estos tres volúmenes está, aun formalmente, muy por debajo de la obra de novelista del autor de Los relatos de Adrián Zograffi. Todo el material que acumula Istrati y su colaborador incógnito contra el régimen soviético es un material anecdótico. No faltan en estos volúmenes —mejor, en los dos primeros—, algunas explícitas declaraciones a favor de la obra soviética; pero el conjunto, dominado por la rabia de una decepción sentimental, se identifica absolutamente con la tendencia pueril a juzgar un régimen político, un sistema ideológico, por un lío de casa de vecindad.
NOTAS:
1
Fragmentariamente publicado, durante un vasto lapso de cinco años, el
ensayo sobre Panait Istrati denota la coherencia y la firmeza de los
juicios de José Carlos Mariátegui: pues, no obstante el cambio que en su
posición efectuara el novelista rumano, desde los hermosos Relatos de Adrian Zograffi hasta los panfletarios desahogos de Rusia
al desnudo, no se advertirá contradicciones ni desmentidos en dichos
juicios. Por el contrario, reitera su comprensión del drama humano que
había inspirado la obra de Panait Istrati, así como la estimación de
sus valores literarios, y adelanta una explicación racional de su caso
político. La
primera parte fue inicialmente publicada en Variedades: Lima, 18 de Julio de 1925. Según advierte el propio
autor, «Panait Istrati no era aún conocido en Hispano-América» y la
semblanza que de él trazara fue inmediatamente reproducida en «varios
periódicos» del continente. La
segunda parte apareció, bajo el epígrafe de Les Haidues, en Variedades:
Lima, 6 de Noviembre de 1926. Y en Amauta:
Nº 3, pp. 41-42; Lima, Noviembre de 1926. La
tercera parte fue publicada, con el título de Andanzas y aventuras de
Panait Istrati, en Variedades:
Lima, 18 de Agosto de 1928. Y
la cuarta parte, titulada Tres
libros de Panait Istrati sobre la U.R.S.S., apareció en Variedades: Lima, 12 de Marzo de 1930.
2
Pollas (Trad. lit.). Equivaldría a jóvenes mujeres.
3
Coches cerrados.
4
El Paseo de los Ingleses.
5
Relatos de Adrián Zograffi.
6
Referencia al pueblo en que vivía, por ese entonces, Romain Rolland.
7
Me complace remitir al lector a la traducción del relato de Spilca el
monje, que Eugenio Garro ha hecho expresamente para Amauta
(Nos. 1, 2 y 3, pp. 17-19, 34-36 y 28; Lima, IX, X y XI - 1926), y a la
que hizo antes para Variedades del relato de Jeremías, el hijo de la
floresta. (Nota del autor).
8
Una hora con…
9
Hacia la otra llama: Soviets 1929. Después de seis meses en la U.R.S.S.
10
Rusia al desnudo.
11
Revuelta.
12
Fuera de la ley.
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